CERILLERO Y ANARQUISTA
Hace tiempo prometí que un día pondríamos una placa con su nombre donde, desde hace treinta años, asiste a las idas y venidas de los clientes, presta dinero y fía tabaco, te guarda la correspondencia y confirma el generoso corazón de oro que late tras su gesto irónico y el mal genio que asoma cuando le pega al frasco y recuerda que su padre, miliciano anarquista, luchó por la libertad antes de morir en la guerra civil, dejando a su huérfano sin infancia, sin juventud, sin instrucción y lejos del lado fácil de la existencia. Por eso en la placa pone: «Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista. Sus amigos del café Gijón». La redactamos así, en pretérito indefinido, para que Alfonso sepa qué leerá la gente cuando él ya no esté allí. Privilegio ese, conocer en vida el juicio de la posteridad, que está reservado a muy pocos. A grandes hombres, tan sólo. A gente especial como él.
Así que háganme un favor. Si van a Madrid, pasen a saludarlo. Alfonso es la memoria bohemia de Madrid, del café legendario que en otro tiempo se llenaba de artistas famosos, escritores malditos o benditos, gente del teatro, actrices, poetas, vividores, sablistas y furcias profesionales o aficionadas; cuando, por culpa de algún guasón, la pobre señora de los lavabos salía voceando: «Don Francisco de Quevedo, lo llaman al teléfono». Alfonso es monumento vivo de un mundo muerto. Centinela de nuestras nostalgias. Y ese último testigo de los fantasmas del viejo café sigue allí, en su garita de tabaco y lotería, mirando, escuchando en silencio, despreciando, aprobando con ojos guasones y juicio callado, inapelable. De vez en cuando le da el arrebato libertario y monta la pajarraca; como hace poco, cuando sus jefes del Gijón lo tuvieron tres días arrestado en casa, sin dejarlo ir al trabajo, porque Joaquín Sabina se lo llevó a una taberna a calzarse veinte copas, y a la vuelta, un poquito alumbrado, Alfonso cantó las verdades a un par de clientes que se le atravesaron en el gaznate. «Los intelectuales -decía- sois una mierda.»
Ése es mi Alfonso. Con su pinta de torero subalterno maltrecho por el ruedo de la vida. Con sus filias y sus fobias, conciencia viva de una época irrepetible con su historia artística, noctámbula, erótica, golfa. ,

El día en que tomé posesión del sillón en Real Academia Española lo invité, claro. Se presentó repeinado, con chaqueta y corbata -«La primera vez que me la pongo», gruñó cuando le comenté, para chinchar, que parecía un fascista-. Lo que es la vida: le tocó sentarse lado de Jesús de Polanco, y allí estuvieron los dos charlando de sus cosas, de tú a tú, el cerillero del café Gijón y el propietario del grupo Prisa. Cómo lo ves, Jesús, y tal y cual. Yo en tu lugar, etcétera. Todo con muy buen rollo. Aunque al final, según me cuentan, a Alfonso le dio la vena anarquista y le estuvo dando al pobre Polanco, que escuchaba y asentía comprensivo con la cabeza, una brasa libertaria de la leche.
El Semanal 21 de diciembre
0 comentarios