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Una Campanilla llamada Ale

Botella al mar

Botella al mar En Junio de 2002 la Real Asamblea Española de Capitanes de Yate convocó el 2º CONCURSO DE NARRACION NAUTICA. Nos presentamos por primera vez a un certamen de este tipo. El jurado falló el 30 de Noviembre. No ganamos el concurso -ni siquiera estuvimos entre los finalistas- pero ganamos otras cosas más importantes.

“Pongo estos seis versos en mi botella al mar
con el secreto designio de que algún día
llegue a una playa casi desierta
y un niño la encuentre y la destape
y en lugar de versos extraiga piedritas
y socorros y alertas y caracoles.”

M.Benedetti

Como vino, se fue; sin saber cómo, sin saber por qué. Eso decía a quienes le preguntaban. Le dejó muy herido con tan solo medio corazón y sumido en un otoño permanente desde hacía ya más de veinte años. Algunos domingos, en días lluviosos, se le podía ver sentado en el rompeolas, con la mirada perdida en el horizonte, con los ojos casi cerrados, humedecidos por el agua del mar y por las lágrimas de sus recuerdos que, a pesar de haber transcurrido mucho tiempo, seguía viviendo y sufriendo como recientes. Desde la roca más alta, podía pasar tardes enteras entregado por completo a su juego infantil: le gustaba adivinar en qué punto exacto del mar se formarían las olas, jugaba con el tamaño que tendrían y qué imagen dibujarían al romper contra las rocas. ¿Qué pensarán las rocas del mar? -se preguntaba en voz alta. Sin embargo para él había un misterio mucho mayor: llegar a conocer a dónde se iban las olas cuando morían en la orilla. ¿Qué traen las olas?, ¿qué envuelven?, ¿por qué tienen una vida tan corta?

Un día me acerqué a él y me habló. Desde que todo había ocurrido miraba al mar de frente, con una sorprendente mezcla de resignación y desafío. Veía al mar de forma distinta y sentía que él también le miraba diferente. El mar era el culpable y a la vez su consuelo, su esperanza -me contó llorando. Cada uno de nosotros somos un mar -le comenté-, el mar Alejandra, el mar Ramos, el mar Romito... Traemos ríos, conocemos playas, juntos formamos océanos, por eso el mar es tan grande. Las olas son nuestros sentimientos, nuestras pasiones, aparecen y desaparecen. Navegan con nosotros y salen a la superficie con mayor o menor altura. Arrastran, ahogan, son jóvenes pero mueren mansamente en la orilla y entonces el mar se hace un poco más viejo. Es la vida.

Hasta que ella eligió por él su vida había tenido rumbo conocido. Tenía sus coordenadas de partida, se las habían dado nada más nacer, y lo más importante, se había ganado las coordenadas de su destino. En su juventud había leído un par de libros importantes y conocía la corrección a aplicar en cada caso; pocas veces se equivocaba. Después todo cambió, su vida rolaba y abatía constantemente. Perdió enfilaciones y no tenía puntos para tomar demoras. Vivía a etapas y en la que yo le conocí, la tristeza sonaba a las en punto y la nostalgia a las y media. Estaba solo y la distancia al puerto -como a él le gustaba decir- era cada día menor.

Al poco de que ella dejase su vida sin viento, cada domingo en el pueblo lo veían salir con su hija en brazos. Iba en dirección al puerto, a su encuentro, cumpliendo un ritual. Desde que ella decidió irse aquel trece de noviembre no la había vuelto a ver. Nadie en el lugar sabía por qué, y él contaba que había soñado que algún día cumpliría su deseo de verla una vez más. Quería creer que en una de aquellas salidas al mar la volvería a ver porque ese era el pacto entre ellos, el que cerraron aquella noche, la última vez que soñó con ella.

Cogía a su niña en brazos y no despertaba. Nunca lo hizo, sólo la primera vez, extrañada de que su padre fuese a las cuatro de la mañana a recogerla a su cama; pero en aquella ocasión le bastó con entreabrir su ojito derecho y como si lo intuyese todo, asintió, y se volvió a quedar dormida en su regazo.

Al llegar al barco siempre la llevaba a su litera, un pequeño rinconcito que ella misma se había encargado de personalizar con su mundo. Nada de importancia, o quizás sí, porque nunca se sabía y menos en una mujer, aunque por aquel entonces contase con solo cuatro años: un póster de Peter Pan, un peluche de colores que la acompañaba en sus sueños y, en un lateral, la banderita de fondo blanco y aspa roja. No conocía el por qué pero aquella bandera le había llamado la atención desde la primera vez que la vio. Sin que él lo supiera era su forma de decírselo pero eso sólo lo comprendió cuando pasaron los años y ella se hizo mayor. Desde que era muy pequeña le gustaba mirar las banderas náuticas y las de los países. Quizás soñase con navegar, algún día, en su barco a todos ellos. Países, algunos, que no tenían mar, pero en su mundo sí lo había. Todos los países lo tenían y todas las ciudades, y todos los pueblos. Era la ventaja de ser niño. Su imaginación era inmensamente mayor que su estatura, ¿por qué las proporciones habrían de invertirse inexorablemente a medida que fuese creciendo? -pensó en más de una ocasión al ver como su hija pasaba las horas navegando por aquellos océanos de colores-. A lo mejor con ella no ocurriría.

Cuando salían, el barco iba siempre ligero, partían cargados únicamente de sueños. Echaban al mar su red con la esperanza de recoger ilusiones pero siempre regresaron de vacío. Él tuvo miedo de acostumbrarse, de sentirse a gusto sólo con salir a su encuentro; sólo por salir a la mar, su verdadera pasión y que ella nunca conoció. Fueron tantas las pasiones que quedaron por contarse y fue tan poco el tiempo que compartieron juntos; sin embargo él recordaba lo que se dieron. Al timón y mientras su hija dormía siempre le contaba historias. Le hablaba para que no olvidase, para que ella también tuviese sus coordenadas de partida: cómo era su madre, cómo eran los tres, cómo eran entonces sus vidas, por qué el mar. Tenía fe en que su hija le escuchase y, en ocasiones, cuando despertaba, ella le contaba sus sueños, y descubría inmensamente feliz que además de vivir, su hija, con apenas cuatro años, ya sentía: preguntaba el por qué y se emocionaba con las pequeñas cosas de sus vidas. El amanecer siempre lo reservaba para él, para sus recuerdos. En ese momento se daba cuenta de que envejecía muy rápido. Uno se da cuenta de que envejece cuando comprueba que su vida se apopa, cuando en el barco pesan más los recuerdos que los sueños -le soplaba el nordeste. Recibir el día en alta mar a cincuenta millas de la costa rodeado de agua y cielo por todas partes le hacía sentir bien. Era la única cola capaz de unir sus ilusiones y de insuflar un poco de aire a su medio corazón; el otro medio se lo había llevado ella. Las emociones y las penas se vivían y se sufrían así doblemente. Aquellos días en que la necesitaba y salía al mar a buscarla, no le mataban, pero sin que él lo supiese, le estaban ayudando, poco a poco, a morir.

Durante años, en aquellas salidas al mar junto a su hija, la presentían a su lado, a veces a estribor, otras a babor; siempre navegaban a barlovento. Creían oír sus cantos, su voz; pero nunca llegaron a verla.

En todo ese tiempo, sólo en una ocasión se enteró de que había llegado al puerto un marinero que aseguraba haber visto a una hermosa mujer morena con piernas de pez que se le había aparecido en el punto l43º40’N, L5º52’W. Pero no pudo hablar con él, no pudo preguntarle cómo era; no pudo saber si era ella.

Un día salió a navegar y lo hizo sin rumbo definido, ni siquiera tenía claro el día de regreso. Cuando estaba sobre la playa de Artedo recogió del mar una botella de cristal con un trozo de papel en su interior. Antes de abrirla reconoció la botella, era de una bebida que hacía más de veinte años que no existía. La abrió y leyó: Reconoció su letra y comenzó a llorar como nunca lo había hecho. Lloró muchísimo hasta que sus lágrimas cayeron al mar y juntas formaron una ola que vio morir mansamente en la orilla.

La última vez que alguien lo vio, salía del puerto mar adentro. Nunca más se supo de él. Algunos días de niebla, entre la bruma, se puede adivinar la silueta de un hombre que se le parece sentado en la roca más alta del rompeolas. De vez en cuando, los pescadores que faenan en las costas asturianas recogen de entre sus redes botellas con una pregunta escrita a mano y fechada en distintos años: ¿Qué traen las olas?

Cada mes de octubre llega a la playa del pueblo una botella. Se cree que es de él. Avisan a su hija para que la abra y ella lee, en voz alta, siempre el mismo mensaje escrito a mano: Nunca ha dicho de quién es la letra...

Desde los cuarteles de otoño de Cudillero, un 6 de Octubre de 2002
Capitán Keating

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Gracias a Gemma, sin sus correcciones el relato no lo hubiesemos presentado. Nunca se lo había dicho.

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