La bañera de mi abuela y tú

Recuerdo aquellas mañanas enteras metido en su gran bañera de espuma que ella empezaba a preparar cuando picaba al timbre de su portal. Mi abuela tenía para mí todo su tiempo y una gran bañera de esas de las de antes. Aún hoy, en ocasiones, cuando preparo mi baño, consigo verla enfadarse porque hacía olas con el agua y soplaba la espuma fuera de la bañera. Ahora, después de verte a ti muchas veces en mi baño, sé por qué sólo me podía pasar largas hora metido en la bañera de mi abuela.
Aquella era una bañera que yo transformaba en mi barco y con el que navegaba todo mi universo de pequeñas cosas. Mi abuela renovaba pacientemente el agua caliente cada hora. A veces la espuma se juntaba y formaba una gran isla; en ocasiones se separaba en pequeños icebergs que venían a chocar directamente contra mis juguetes; y en otras, las más, para gran disgusto de mi abuela, cogía la espuma entre mis manos y soplaba y soplaba divertido al pensar que era capaz de hacer volar las nubes del cielo que compartía con ella.

Un día fui a su casa y ella no me abrió la puerta, nadie me abrazó ni nadie me dio un beso. Nadie me cogió de la mano y me dijo ¡vamos a la plaza a comprar!. El abuelo me dijo que se había ido, que no estaba, que no iba a volver. Lo que no sabía mi abuelo era que ella hacía tiempo que ya estaba en mí y que yo tendría un día un barco, y que mi vela mayor llevaría su nombre.

Hoy, casi veinticinco años después de aquella imagen que nunca entendí pero que quedó grabada entre algodones blancos en mi curiosidad infantil la he comprendido: Ale, te estaba bañando a ti.
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