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Una Campanilla llamada Ale

Yo estuve en el Tenampa

Yo estuve en el Tenampa Llevaba unos días recordando el libro de mi primo La Reina del Sur. Hace un par de fines de semana vi -y me encantó- la película de Frida. Ayer colgué una canción de Chavela y ayer mismo hablaba con una persona de fugas y tequilitas. Pero hoy, viendo -¡qué casualidades tiene la vida!- el artículo de mi familiar, el vaso de los recuerdos se desbordó y me van a permitir que les calce una pequeña historia nostalgicosentimental.com de mi vida, de esas que uno debería llevarse a la tumba, pero ya ven lo jodido que andamos.

Yo estuve en el Tenampa hace cinco años, en un viaje de trabajo de seis días al Mexico D.F, dos buenos amigos me llevaron hasta allí. Ciertamente el Tenampa y la Plaza Garibaldi es como lo cuenta en su artículo mi primo. Me sorprende que de la Plaza Garibaldi no diga nada ni de los muchos niños que se pueden ver deambulando por allí, solos, a altas horas de la madrugada, porque no tienen a donde ir, ni de la cantidad de personas que allí duermen a la intemperie. Garibaldi, de madrugada, tiene el ambiente de un mercado mañanero de por aquí pero la peligrosidad de lo que acertadamente mi primo llama: “territorio Comanche”.

Tampoco dice nada a cerca de una de las cosas características del Tenampa: los toquecitos. Les explico qué es ésto. Verán un señor ó señora, según, se pasea entre las mesas de los clientes con una especie de batería que le pone a uno en los dedos para recibir pequeñas descargas eléctricas, previo pago lógicamente. Aunque quizás todo ésto se lo reserve él para otro artículo.

En conjunto, Garibaldi, el Tenampa, aquella pobreza a altas horas de la madrugada, el tequilita, los mariachis y los toquecitos tienen, absurdamente “el encanto de lo decadente”, aunque en realidad, todo México por lo que yo vi es en si decadente y hermosamente disparatado y entrañable. Pero en el Tenampa uno tiene la sensación de dar un salto a uno de esos agujeros negros de los que hablan los científicos, de situarse en otra dimensión, de enlazar con el pasado, el tiempo parece haberse detenido allí desde hace muchos años. El Tenampa, a altas horas de la madrugada, en aquel ambiente, pasadito de alcohol y en compañía de mariachis, de amigos y de mujeres es el centro del universo. Y uno tuvo, en su día, el privilegio de haber estado allí y poder haber “desclasificado” esta historia (lo que se puede contar ;P) hoy, aquí, para ustedes.

Me van a permitir la licencia, la de corregir un viejo aforismo que probablemente ustedes ya conocen, aquel que habla de que “todo hombre, antes de morir, debería haber tenido un hijo, haber escrito un libro y haber plantado un árbol”. Yo le añadiría: y emborracharse de tequila en el Tenampa mientras unos mariachis le apuñalan a uno cantándole Paloma negra.

Y por si ya fueran pocas ya la casualidades, a veces uno tiene la sensación de que las estrellas se alinean y que el universo entero conspira a favor, leo hoy en el periódico que hay una exposición de Diego Rivera (quien fuera marido de Frida) en el Palacio Revillagigedo de Gijón. Increíble.

Que pasen buen fin de semana y hasta el martes.

Les transcribo a continuación la noticia de hoy, aparecida en La Nueva España. www.lne.es, link: Sociedad y Cultura.

La pasión de Diego Rivera

Gijón, J. C. G.

Diego Rivera (Guanajuato, 1886-Coyoacán, 1957) fue un pintor exuberante y de muchas caras. Un artista «mimético, interpretativo, didáctico y lúdico», dotado de «una inagotable pasión y versatilidad para atrapar las formas, movimientos y aspectos diversos del mundo visible y simbólico», para el que «nada fue trivial» y al que le bastó «el simple deseo de conservar la apariencia de un ser amado o de un paisaje de color luminoso» para ponerse a pintar. Así queda descrito el artista mexicano en el texto de Julio César Martínez «Diego Rivera: un viaje real e imaginario», incluido en el catálogo de la exposición que se inauguró ayer en el palacio de Revillagigedo; y así aspiran a reflejarlo las 36 obras de Rivera que componen la muestra, pertenecientes todas ellas a la colección pública del Estado de Veracruz (México), que recoge obras ejecutadas con distintas técnicas y que muestran cómo se plasmó esa pasión de pintor en el pequeño formato, lejos del colosal muralismo que consagraría a Rivera.

La muestra se abre cronológicamente con un retrato, «La madre del pintor», de 1904, en el que el joven Rivera ya muestra su capacidad de captación psicológica. La adustez de la modelo se convierte en tristeza en el «Retrato de Angelina Beloff», pintado ya en Europa, a caballo entre el academicismo y las tendencias del fin de siglo. Una de las piezas más impresionantes de la muestra es «Retrato del escultor Oscar Miestchaninoff», de 1913. Un gran óleo en el que al estudio del personaje se une un impresionante trabajo sobre el espacio que incorpora todas las posibilidades del nuevo lenguaje cubista.

Rivera pintó en 1926 el retrato de su esposa, Lupe Martín, en el que plasma el carácter del personaje con recursos de la pintura mural que había empezado a desarrollar a su regreso a México, en 1922. La contundencia de esta pieza contrasta con la delicadeza del dedicado a la «Señora Dreyfus» cinco años después, en el que el colorido, la composición y la línea transmiten una sensación de elegancia extrema. En «Retrato de Oscar Morineau» (1937), Rivera combina la fuerza del escorzo con un fondo geométrico que proyecta una intensa sugerencia de abstracción. «Retrato de actriz» (1948) destaca por un tratamiento caricaturesco del personaje.

La serie de paisajes se abre con piezas de la etapa inicial de Rivera, cuando estudiaba en la Academia de San Carlos bajo influencia de José María Velasco, su maestro. El impacto del paisaje de su tierra se plasmó en «Paisaje de Mixcoac» (1904), y «Barranca de Mixcoac» y «Pico de Orizaba» (ambos de 1906), cuya calidad le valió al joven una beca para viajar a Europa, concedida por el gobernador de Veracruz. Por encima del academicismo destaca la ya temprana capacidad del pintor para traducir su pasión por el paisaje mexicano en valores estéticos que lo realzan y lo idealizan, y que de alguna manera constituyen la semilla de la gran obra del muralista entregado a la causa posrevolucionaria.

«Tierra quemada de Cataluña» (1911) acusa ya el contacto de Diego Rivera con la pintura europea del momento, patente en las técnicas puntillistas del posimpresionismo. El cubismo, a su vez, hace acto de presencia en «Paisaje de Toledo» (1913) y «Paisaje de Arcuell» (1918), donde el análisis geométrico del paisaje evoca la revolución de Cézanne. De otro modo, el lenguaje vanguardista reinterpreta expresivamente el paisaje de París en «Ferrocarril de Montparnasse».

Los bodegones se inician con una «Naturaleza muerta», pintada un año después del desembarco de Rivera en Europa, en 1908. Su incipiente geometrización y juego de análisis cromático se convierte ya en un espléndido dominio del cubismo en «Naturaleza muerta con botella», «Bodegón con taza» y «Naturaleza muerta con vaso, botella y durazno», pintados entre 1914 y 1915, y en «Naturaleza muerta con exprimidor de ajos», de 1918.

Los dos desnudos presentes en la colección son, respectivamente, de 1919 y de 1946, y mantienen, en su distancia, el mismo interés de Rivera por el erotismo. En el primero, a través del lenguaje impresionista, el cuerpo se impone a través de la luminosidad de la piel y los volúmenes; en el segundo, ya están presentes los elementos idealizados, míticos y cósmicos propios de su etapa de madurez, como pintor del nacionalismo mexicano.

Según esa misma poética, Rivera desarrolló una intensa atención a las actividades cotidianas del pueblo mexicano y a su entorno natural y cultural, desde los tipos hasta la decoración autóctona. Todo ello se plasmó en su pintura costumbrista, representada en «Niño con pollito» (1935), «Mujer con flores» (1936) y «Campesino cargando un guajolote» (1949). El mismo interés guió su arte en una serie de papeles dibujados en su último año de vida, durante un viaje a Rusia, Polonia y Checoslovaquia: «Arroceros», «Segadoras», «Paleando nieve» y «Transportando durmientes».

De la inagotable actividad de Rivera, así como de su maestría, deja constancia la serie de papeles de la colección, integrada por «Cabeza de muchacho» (1921), «Niño pescador», «Volador en la cúspide» (1945), «Padre con su hijo» (1949), «Mujer con morral» (1948) y «Proyecto de escultura» (1951).

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