UNA NOCHE EN EL TENAMPA
He vuelto al Tenampa, claro. A la mesa de siempre, bajo las efigies de Cornelio Reyna -me bajé de la nube en que andaba-, de Jorge Negrete, de Vicente, de José Alfredo.
Los clásicos. Como era entre semana, no me cachearon en la puerta. Había poca gente, como debe ser: un par de grupitos de mejicanos, dos fulanos con una torda en la mesa de al lado, mariachis cantando a tanto la pieza, ya saben: cuántas veces me sacaron del Tenampa, hablando de mujeres y traiciones, la mitad de mi copa dejé servida, etcétera. Lo de siempre. Se vinieron a la mesa mis mariachis de plantilla, dirigidos por el compadre César, casado con española. Una hora y quince minutos cantando, y yo con ellos. Una pasta, rediós, pero siempre vale la pena. Esta vez, tras unas cuantas clásicas por supuesto, Mujeres divinas la primera- nos dio por los corridos de la Revolución: Siete Leguas, La tumba de Villa. Y otras. Lo bueno de los antros mejicanos es que, si quieres y eres un tipo derecho, nunca estás solo. Pagas una copa, o las que hagan falta, y al rato has hecho amigos para toda la vida. Esta vez, igual. Los dos fulanos de la mesa de al lado eran un sujeto con pinta de guardaespaldas y otro maduro, de pelo corto y gris. La jaca que iba con el maduro se levantaba de vez en cuando a cantar con los mariachis. Al final, el jambo se me acercó, muy cortés. «Soy el general Zutano. ¿También es usted militar?», preguntó. «Lo fui», respondí con el aplomo de haberme calzado tres tequilas. «Lo he notado por su aspecto -apuntó, perspicaz-. ¿Qué graduación?» Lo miré muy serio, cuadrándome. «Me retiré de comandante, mi general.» En dos minutos éramos íntimos. Me invitó a unirme a su mesa, a su guardaespaldas y a su piruja, pero decliné. La piruja era de las que suelen traer problemas, como aquella de otra noche, cuando un narco quiso pegarnos unos pocos plomazos a Sealtiel Alatriste y a mí porque mirábamos demasiado, dijo, a su hembra. En fin. Cuando el general, su guaros y su moza se fueron, el miles gloriosus me dedicó un saludo castrense. Se lo devolví, marcial. Me encanta México.A poquito, rodeado por los mariachis -esa noche no dejaron un peso en mi cartera, los malditos-, César se me sentó un rato a la mesa y charlamos, como de costumbre. México, España. Lo de siempre. De vez en cuando viaja aquí con su mujer. Esos chatos de vino, rememoraba nostálgico. Ese jamón de pata negra. Llevaba una insignia con la cruz de Santiago en la solapa de su chaqueta de charro. De pronto se inclinó hacia mí, y con aire de confidencia pero eu voz alta, dijo: «Oiga, mi don Arturo. Yo soy malinchista, proespañol. Nací en Tlaxcala, donde los indios que ayudaron a Cortés. O sea, que soy tlaxcalteca, a mucha honra. ¿Y sabe nomás qué le digo? -en ese punto señaló a sus compañeros, que asentían bonachones, guitarra ex mano-... ¡Pues que entre usted y yo chingamos bien a todos estos cabrones!»
El Semanal 18 de enero
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