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Una Campanilla llamada Ale

Las aceitunas de la vida

Las aceitunas de la vida Hubo una vez un papá que iba a buscar a su medio corazón a una ciudad cualquiera. Aquel papá iba siempre a buscar a su “loca bajita” como antaño lo hacían los príncipes a las princesas.

Un día la vio bajar feliz con su espada de espuma que el papá le había traído de Londres, donde había empezado el cuento, y en seguida sacó su garfio del coche y entablaron la primera de las batallas que habrían de librar aquella mañana de sábado, ante el asombro de los viandantes que miraban atónitos como un hombre de treinta y dos años y una niña de poco más de tres (¿o era al revés?) se enzarzaban en una pelea a vida ó muerte mientras se proferían terroríficos gritos del tipo: ¡¡dame el tesoro de “cocolate” Capitán!! –gritaba la niña.

De aquel primer lance la “loca bajita” resultó victoriosa pero más astuta que una mujer decidió ser benevolente con su pirata y no mandó pasar por la quilla a su papá, lo tomó como su mago para aquella mañana de sábado y le exigió en pago, eso sí, tres monedas de “cocolate”, como precio para poder recuperar, parcialmente, su libertad.

Ella sabía que su papá en libertad era la mejor garantía de diversión para aquellas horas, podría ser su caballo, su banco, su perrito, porque “mi papá puede ser lo que yo quiera” –decía ella. Así que bajaron al centro a comprar aceitunas, negras para ella y de sabor anchoa para él. Se subió a sus hombros y la torera llevaba una bolsa en cada mano como si fuesen las orejas de un toro y fueron comiendo las aceitunas una tras otra: ¡ñam, ñam!, una tras otra: ¡ñam, ñam!, mientras hablaban, reían y jugaban.

Como es natural, se acabaron primero las verdes y aquel “papá Mortadelo” le pidió una aceituna negra a su hija. Fue entonces cuando a ella, a pesar de tener aceitunas negras, se le ocurrió darle un hueso. El se hizo el enfadado y por cada uno de sus gruñidos aquella niña soltaba tres carcajadas. A partir de aquel instante ella empezó a comer muy deprisa sus aceitunas, sólo para invitar a su padre a comer los huesos. Se moría de risa al ver a su padre-bobo como uno tras otro se metía huesos en la boca sin parar, pensando que hallaría jugosas aceitunas. Así pasaron aquella mañana de sábado.

Horas más tarde se le vio dejar a su “loca bajita” a la puerta de los adultos y regresar a su casa con una bolsa blanca de plástico llena de recuerdos avinagrados en su coche. Pero antes, en medio del camino, se detuvo, cogió la bolsa y se bajó. Se fue caminando hacia una pequeña arboleda que había en lo alto del horizonte y desde la que se podía ver el mar, allí se arrodilló, habló con los árboles y enterró los huesos de la vida que regó en aquel mismo instante con sus ojos.

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Los habitantes de la zona dicen que durante algunos años creció un olivo con dos troncos que más arriba se unían y sobre el que colgaban dos únicas ramas de las que salían todas sus aceitunas, era un olivo que daba una aceituna única, una aceituna de color negro con sabor anchoa. Pero una mañana de otoño aquel frágil arbolito de vida apareció serrado por la mitad, muy cerca del acantilado. Cuentan que durante días se levantó un gran temporal en la zona que no permitía acercarse hasta el lugar y que el viento y la lluvia acabó por empujar al mar.

A veces, en la orilla de la playa, aparecen algunas aceitunas varadas que nadie se atreve a recoger. No se sabe si son del arbolito, o si serán aceitunas que algunos niños tiran al mar desde el acantilado, donde se cree que estuvo plantado el olivo, en recuerdo de esta pequeña historia.

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Mi mejor lectura diaria. Gracias