Blogia
Una Campanilla llamada Ale

Pequeña historia de un mandilón rosa

Pequeña historia de un mandilón rosa El otro día me quedé al mediodía contigo. Te conté un cuento antes de acostarte y juntos empezamos a dormir la siesta. Cuando ya era tarde para mí no tuve más remedio que subir a despertarte. No lloraste, ni te enfadaste, ni siquiera pusiste ese ceño gruñón tan simpático que tienes, simplemente abriste los ojos y de repente, como si lo entendieses todo, como si me entendieses a mí, te incorporaste lentamente y con tu mano izquierda recogiste mi mejilla y me diste el beso más dulce y más tierno que me ha dado mujer alguna. Todavía medio dormida, susurrando, me pediste que te vistiera abajo.

Te llevé a tu “cole” rápido porque yo llegaba tarde al mío. De camino, en el coche, me pediste que quedase contigo para que jugásemos juntos pero “yo voy a un cole de mayores” -te dije- aunque nada hubiese deseado tanto como haber podido quedarme contigo aquella tarde, y el día siguiente, y toda la vida, jugando, y no creciendo, ni tú, ni yo. Te pregunté si me querías y me dijiste que sí.

Llegamos al “cole” y al bajar te cogí en brazos y me pediste que te pusiera tu mandiloncito rosa. No sé por qué pero te dije que no. Imagino que porque ya era muy tarde para mí, el coche estaba mal aparcado y llovía. Ya en la guardería te posé en el suelo, cogiste mi mano y me volviste a pedir que te pusiese el mandilón, nuevamente te dije que no. Ahora lo siento, lo siento muchísimo hija. Perdóname. Comenzaste a llorar y la profesora salió a buscarte.

Ni siquiera tuve tiempo de despedirme y me fui con tu recuerdo, llorando y pidiéndome que te pusiese el mandilón. Salí rápidamente y cuando cerré la puerta del coche me di cuenta que también llovía dentro, mas la lluvia no era igual a la de afuera. Miré hacia abajo y mis lágrimas iban tiñendo de rosa mi ropa.

Sé que tu disgusto duraría apenas unos segundos más, a mí me durará siempre y hoy te escribo estas letras que no me consuelan.

Ayer te fui a ver a casa y me pediste -como haces siempre- que me quedase contigo. Sólo querías reir y jugar. No me reprochaste nada, como haría cualquier adulto, ni si quiera te acordabas de tu cole, ni de tu mandilón, ni de tus lágrimas, pero yo sí, hija. Allí mismo, de rodillas, mientras nos abrazábamos, sin que tú lo notases me prometí que un día, cuando fueses mayor te leería esta historia y te pondría el mandilón rosa que no te puse y juntos, los dos, volveríamos a llorar.

Te quiero.

Papá

0 comentarios